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jueves, 18 de septiembre de 2025

El caso Jimmy Kimmel


El caso Jimmy Kimmel es realmente de nicho, porque por aquí en Perú solo cuatro gatos siguen a los conductores del late night americano. Pero podría ser ilustrativo de los tiempos que corren.

Como saben, el comediante Kimmel fue despedido de ABC (Disney) porque, en su programa nocturno, afirmó que el asesino del influencer político Charlie Kirk provenía de las derechas de MAGA, cuando lo cierto —todas las evidencias apuntan a ello— es lo contrario. El asesino tenía, y sigue teniendo, una agenda política de izquierdas. Las afirmaciones de Kimmel provocaron una enorme ola de críticas desde las derechas gringas.

La pregunta de fondo es si el error de Kimmel fue de buena fe o si deliberadamente desinformó en señal abierta a su público, alimentando así la maquinaria de propaganda de las izquierdas. Según el New York Times, el comediante tenía planeado abordar las críticas que le llovieron, pero no pudo porque antes fue despedido. Como creo que Kimmel está enchufado a las noticias todo el día, me cuesta creer que no supiera por dónde iban los sentimientos ideológicos del asesino de Kirk. Si un comunicador miente deliberadamente a su audiencia, claramente hay dolo en la acción y merece un despido.

Ahora bien, también según el New York Times, Disney se habría curado en salud con el despido, pues la administración Trump estaba dispuesta a presionar a la compañía. No es novedad que Trump, desde hace tiempo, deseaba a Kimmel fuera de la TV por ser uno de sus mayores críticos (dicho sea de paso, Stephen Colbert, otro crítico de Trump, anunció no hace mucho que su programa en CBS solo durará unos meses más). Increíblemente, en lugar del cancelado Kimmel, ABC programará ahora un homenaje a Charlie Kirk. De locos.

Por supuesto, las izquierdas gringas están reclamando que el trumpismo en el poder está pisoteando la libertad de expresión. Denuncian una cultura de la cancelación desde las trincheras MAGA que, aunque probable, no deja de ser un reclamo hipócrita después de que estas mismas izquierdas se han refocilado por años en la cultura de la cancelación woke.

Con todo, el caso es complejo, porque también es verdad que la televisión abierta corporativa cada vez tiene menos espectadores. A Kimmel y a Colbert solo los ven veteranos o viejitos carcamanes que sienten cierta nostalgia por aquellas épocas verdaderamente masivas del late night de Johnny Carson o Jay Leno. Peor aún, estos avejentados espectadores lo son únicamente del lado izquierdo de las cosas, porque este late night en particular ya no es solo comedia blanca neutral y apolítica (como era la de Carson), sino que se ha convertido en un vehículo de opinión partidaria.

Hoy, la gente, sobre todo la más joven, anda enchufada a los podcasts y al streaming de YouTube o TikTok. Es más, el propio Charlie Kirk era síntoma de esa nueva demografía del entretenimiento. Gracias a sus habilidades de comunicador en redes y a sus giras en escenarios reales, Kirk logró inspirar a una nueva derecha joven que posibilitó la reelección de Trump.

Como bien dicen las derechas liberales más centradas, en EE. UU. la expresión es libre, pero nadie está libre de sus consecuencias. Sí, te pueden despedir por tus opiniones (por ejemplo, por celebrar un asesinato siendo profesor de primaria), pero no vas a ir preso por ello.

Ese es el juego en el que está la influencer periodística Candace Owens, quien, amparándose en una idea extrema de la libertad de expresión, jura y rejura en sus propios canales en redes (la mujer tiene millones de seguidores y es una maquinita de hacer dinero) que Brigitte Macron nació hombre. Owens está siendo demandada por difamación por el propio Emmanuel Macron (el presidente de Francia, nada menos), y no vemos a las izquierdas hiperventilándose por ver a una periodista perseguida judicialmente. Es que todos tienen claro que eres libre de pensar lo que quieras, pero no eres libre de mentir. Gran diferencia. Aplica a Owens y aplica a Kimmel.

Machu Picchu, maravilla woke


Mientras veía algunos clips de las reacciones de los turistas extranjeros varados ayer y en días anteriores en Machu Picchu, me crucé con un espécimen sorprendente: un turista extranjero woke. Obvio, tarde o temprano iba a aparecer.

A este turista woke le incomodaba haber visto interrumpida su visita a Machu Picchu, pero se solidarizaba por completo con las comunidades campesinas en pie de lucha, que aparentemente no disfrutan de las enormes ganancias que se generan en el santuario. ¿Será acaso Machu Picchu neoliberal?

Con lo anterior en mente, quienes pronostican que Machu Picchu dejaría de ser una de las "nuevas siete maravillas del mundo" por el maltrato infligido a los turistas no toman en cuenta que ciertos delirios del primer mundo podrían, tranquilamente, voltear la torta. 

Este nuevo turista woke no solo se pone del lado de los “racializados”, sino que podría aplaudir un cierre de carretera o la interrupción de una vía del tren, alineándose con la agenda de las izquierdas radicales de la zona y algunas de las limeñas. En el corazón woke, el síndrome de Estocolmo transforma estar secuestrado en medio de las montañas en pura empatía social. Cómo no lo vislumbré antes. ¡Machu Picchu, primera maravilla woke!

martes, 16 de septiembre de 2025

Machu Picchu, SOS (otra vez)


Cualquiera pensaria que, por este escenario de gente evacuada de emergencia, en Machu Picchu ha ocurrido una catástrofe natural, como un terremoto o una avalancha. Pero no: la catástrofe es hechura completamente humana. Una ola de ambición, angurria, espíritu mafioso y gente arranchándose la gallina de los huevos de oro de los incas. 

Bienvenidos a la "cosmovisión" andina, esa que no sale en los censos.

martes, 16 de enero de 2024

El silencio de Vargas LLosa

 La noticia cultural más importante del Perú en 2023 no se dio por alguna obra artística creada, sino por algo que ya no se creará más. El año pasado, nuestro Nobel, Mario Vargas Llosa, anunció al mundo que se retira de la escritura. A partir de 2024, no habrá ningún texto nuevo que lleve la firma de Vargas Llosa (a menos que llegue a publicarse un prometido libro sobre Sartre). El anuncio fue tan impactante que creo que divide la historia cultural del país: el Perú con Vargas Llosa y el Perú sin Vargas Llosa.

Pero el retiro del Nobel no ha motivado, creo, mayores reflexiones en la prensa peruana cultural (la que aún queda). Y eso a pesar de que Vargas Llosa se ha despedido con brío publicando una última novela, “Le dedico mi silencio”, que, según algunos, ha sido lo mejor del 2023. Que Vargas Llosa, por más físicamente disminuido que esté a los 87 años, pueda estar aún entre lo mejor de un año literario, revela mucho sobre la distancia que hay entre él y sus hijos literarios locales.

Mi relación como lector con Vargas Llosa —la única que he tenido con el escritor— empezó en el colegio leyendo “La ciudad y los perros”. No sé si esta novela, su primera novela publicada en 1963, siga siendo lectura obligatoria escolar, pero me sorprendería que lo fuera en esta era de la hipersensibilidad. La novela es feroz, violenta, cruel y no tan fácil de leer. Está muy influida por el modernismo anglosajón de la primera mitad del siglo XX, en el que la vistosa elaboración formal era sinónimo de excelencia artística. Sigue siendo, por supuesto, un gran texto.

Pero en ese primer momento también conocí al escritor en su condición de celebridad internacional y cuando su liberalismo, el de la admiración a Margaret Thatcher, era casi monolítico. No tenía idea de su pasado ideológico. Me sorprendió enterarme en esos adolescentes ochenta, por ejemplo, de que Vargas Llosa había sido socialista y un defensor acérrimo de la Revolución Cubana y de Fidel Castro, a quienes como liberal converso criticaba ahora con ferocidad, lo que a su vez motivaba que le llovieran duros palos. Quizás sorprenda poco que la lectura de las novelas de Vargas Llosa haya dependido tanto de los vaivenes políticos de Hispanoamérica. O quizás deberíamos tenerlo más en cuenta. En esta región, literatura y política caminan muy unidas. Ese maridaje es una tradición desde el XIX. Desde ese punto de vista, el retiro de Vargas Llosa no es solo una noticia cultural, sino también una noticia política, probablemente para mal.

El Vargas Llosa liberal ha sido una piedra incómoda en el zapato del establishment cultural regional, que desde la Revolución Cubana tiende hacia a la izquierda y, a veces, muy radicalmente hacia la izquierda. Que un novelista de enorme talento, sin duda el más brillante de la historia peruana y de los mejores de la hispanoamericana, haya virado tanto hacia la derecha, ha sido un enigma medio descarado para estas izquierdas. 

Ante lo evidente de la calidad literaria, las izquierdas culturales han realizado algunos malabares retóricos para adaptarse al fenómeno del Vargas Llosa liberal. Por ejemplo, algunos de sus miembros han preferido leerlo por cuerdas separadas, argumentando que una cosa son sus novelas y otra muy distinta sus opiniones políticas. Otros han preferido decir que las novelas que realmente valen son las de su primer período (“La ciudad y los perros”, “La casa verde”, “Los cachorros” y “Conversación en La Catedral”), cuando era un intelectual revolucionario y socialista. Pero estos mismos personajes olvidan que después del escándalo del caso Padilla en Cuba y de que Fidel Castro prohibiera en 1971 el ingreso de Vargas Llosa a la isla “por tiempo infinito”, buena parte del mundillo académico hispanoamericano (y peruano también) dio una voltereta sorprendente y dejó de reconocer el valor de Vargas Llosa como intelectual político, teórico de la literatura e incluso como novelista (Efraín Kristal, en su libro sobre Vargas Llosa, cuenta muy bien esta historia). Fueron descartadas como frívolas, engañosas y falsamente revolucionarias precisamente aquellas primeras novelas que antes el establishment cultural había elogiado, aquellas primeras novelas que hoy muchos consideran “clásicas” e inobjetables para diferenciarlas de las del período “liberal”. Parece que no es posible leer las ficciones de Vargas Llosa sin las anteojeras políticas.

Sin embargo, la mejor excusa de la izquierda para apropiarse del Vargas Llosa liberal apareció cuando el novelista inició una pelea frontal contra Alberto Fujimori luego del autogolpe de 1992. A pesar de que Fujimori emprendió algunas de las reformas económicas liberales que el propio Vargas Llosa propuso durante la campaña presidencial de 1990, el novelista justificó su cruzada antifujimorista asegurando que democracia y liberalismo económico se implicaban mutuamente. No puede haber democracia sin libertad económica, ni libertad económica sin democracia. Como Fujimori no había un honrado una parte de la ecuación, no era ni podría ser un auténtico liberal y menos un demócrata. El antifujimorismo de Vargas Llosa, que duró largos años, apaciguó o disfrazó la tensa relación de Vargas Llosa con las izquierdas. 

Pero llegó el siglo XXI y con él una nueva ola roja a Hispanoamérica. Los analistas liberales la han llamado “el estallido del populismo”, título de un libro editado por Álvaro Vargas Llosa. Aparecieron en la escena política Chávez, Evo, Correa, la segunda Bachelet, López Obrador, la influencia del Foro de São Paulo, y más recientemente, Castillo, Boric y Petro.

Vargas Llosa, con la medalla del Nobel adornando el pecho y octogenario, consideró importante dar una última batalla política e inició una serie de abiertos respaldos a candidatos hispanoamericanos de derecha. El clímax de esta última etapa como animador político fue el inesperado espaldarazo que le otorgó a Keiko Fujimori, la hija del dictador, en la campaña del 2021 contra el estalinista Pedro Castillo, dejando atrás décadas de ácido enfrentamiento. ¿Fue ese respaldo ir demasiado lejos? Realmente no, si acaso se lo ha seguido atentamente. Pero lo cierto es que después de ello Vargas Llosa y la izquierda cultural tuvieron un nuevo rompimiento. Uno más, por supuesto. Después de que Vargas Llosa aceptara ser condecorado por el gobierno constitucional de Dina Boluarte, a quien hoy la izquierda considera una “usurpadora”, una asesina y hasta una dictadora, el divorcio parece ser definitivo.

Tengo la impresión de que por todo lo anterior, por la malhadada política, el silencio de Vargas Llosa, que cierra una era en la historia peruana, no ha suscitado mayores homenajes locales. Nuestro medio cultural, inflado por la politiquería, no se siente en orfandad por el retiro de uno de sus mayores referentes. Tampoco está dispuesto a mostrar un ápice de gratitud por un hombre de cultura que ha pensado como pocos tan intensamente sobre el Perú, sea en la ficción, la prensa o en los ensayos. ¿Habrá dejado Vargas Llosa de ser un digno rival ideológico para la izquierda? No es una pregunta alucinada. Hay síntomas.

Hace unos meses el New Yorker publicó una nota alertando sobre el giro de Vargas Llosa hacia la “derecha autoritaria”, y hace poco también, en El Comercio, un analista se mostró preocupado porque en las élites intelectuales peruanas abundaba el “antivargasllosismo”. Al novelista se le había colocado en los últimos tiempos una “letra escarlata”, decía, en alusión a la novela de Hawthorne. Cierto puritanismo en las élites provocaba que estudiantes, intelectuales y periodistas lo rechazaran de plano. El columnista remataba preguntándose si acaso el legado de Vargas Llosa pudiera terminar “peligrosamente confinado”. Es una inquietud válida. ¿Podría Vargas Llosa pasar al olvido en el Perú?

En el Perú todo puede suceder y, de hecho, está dentro de lo posible, aunque no de lo verosímil, que un autor como Vargas Llosa sea arrimado por pura politiquería a un rincón de la memoria cultural del país. Pero para que Vargas Llosa sea olvidado de la historia de la literatura —si deseamos hacer ese ejercicio mental— se necesitaría algo más que la mezquindad de sus compatriotas.

Por ejemplo, se necesitaría que se borrara de la historia uno de los momentos cumbre de la literatura hispanoamericana: el célebre boom, en el que Vargas Llosa fue la punta de lanza de un grupo de escritores enormes, entre los que se encontraban además Carlos Fuentes, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez (otro Nobel). Es decir, para que Vargas Llosa quedara en el olvido, también tendrían que desaparecer de la historia de la literatura Fuentes, Cortázar y García Márquez y, junto con ellos, otros nombres brillantes que fueron arrastrados a la notoriedad gracias al boom, ya sea como precursores o continuadores: Onetti, Donoso, Cabrera Infante, y un largo etcétera. 

Yo sé que la izquierda siempre se propone imposibles en su terca lucha contra la realidad. Si es verdad que adolece de “antivargasllosismo”, a ver cómo le va en su intento de dejar a Vargas Llosa en el olvido. No dudo que ya están trabajando en ello.



viernes, 5 de enero de 2024

Plagios de Harvard, plagios del Perú

Afecten a quien afecten, ya sea a un centro de estudios como Harvard o a la Universidad César Vallejo del Perú, los escándalos públicos de plagio terminan pareciéndose mucho entre sí. Como peruano, eso es un alivio.


Por ejemplo, en el reciente escándalo de plagio que provocó la renuncia de la presidente de Harvard, Claudine Gay, un periodista de CNN expresó su defensa de la académica con una frase que sonó tan peruana que, por un momento, sentí una suerte de reivindicación colectiva: lo de Gay no fue un robo de ideas, dijo, sino una copia sin atribución. Vaya. En el Perú solemos decir como ironía ante la desfachatez que las cosas no se caen, sino que se desploman. Casi lo mismo.

Otra línea de respaldo a Gay fue la abierta y descarada justificación política, que en el Perú es moneda corriente (como seguramente lo es en todas partes). Diversos defensores de la académica afirmaron que las acusaciones de plagio en su contra han sido parte de una campaña de demolición llevada a cabo por conservadores de derecha. Argumentaron que si Gay, una experta en ciencias políticas, no estuviera en el centro de las controversias por sus opiniones sobre la libertad de expresión en relación con la guerra en Gaza, o no fuese una destacada abanderada de la ideología DEI (Diversity, Equity, and Inclusion), ninguno de sus opositores hubiera husmeado una sola línea en su breve trabajo intelectual. Sin embargo, la revista The Economist señaló en una nota reciente que las primeras sospechas y rumores de plagio en el trabajo de Claudine Gay aparecieron meses antes de que ella fuese elegida presidente de Harvard. No es muy persuasivo argumentar que la motivación para una acusación, por más política que sea (como sin duda ésta lo ha sido) elimine la falta.

En el Perú, las acusaciones de plagio aparecen en los titulares de prensa con cierta arbitrariedad, a veces con motivaciones políticas, a veces sin ninguna. El interés moderno por el plagio local quizás tuvo su gran apertura cuando el novelista Alfredo Bryce fue contundentemente acusado de plagiar decenas de artículos periodísticos, en una larga ola de denuncias que duró desde 2006 hasta 2012. El destape causó más tristeza que indignación y el shock cultural propició el descubrimiento de otros casos de escritores y periodistas locales que también habían evitado la fatiga del trabajo personal copiando el trabajo ajeno. Retrucar que “el plagio es un homenaje" ha solido ser la excusa de nuestros elegantes hombres de cultura al ser descubiertos, una manera de mandar al diablo a los acusetes.

A la distancia, la cultura digital, el internet y el señorío del Turnitin han hecho más sencillo y atractivo detectar casos de plagio, y quizás por ello, las denuncias se disparan con cierta frecuencia. Muy recientemente, acusaciones de plagio con motivaciones políticas (pero no por ello prácticamente irrebatibles ante la opinión pública) hicieron tambalear al poderoso César Acuña (en un caso que involucró a la Universidad Complutense de España), al expresidente Castillo (con una tesis sin rigor alguno para la universidad de César Acuña) y también a su sucesora, la actual presidenta Dina Boluarte. 

Tantos casos de tan alto nivel no nos sorprenden. En el Perú, muchos títulos académicos son truchos o falsificados, y comprar una tesis se realiza a la vista y paciencia de todo el mundo. Si a eso se le suma que es habitual que un político mienta sobre su hoja de vida, una acusación de plagio suena a exquisita redundancia. Además, no hay que olvidar que este es también el país de la piratería: copiar lo ajeno es casi un acto de supervivencia. El Perú y el plagio mantienen una relación simbiótica: ¿sabrá Harvard cuántos colegios de educación primaria y secundaria se llaman aquí Harvard? He ahí un buen tema —original— para algún académico.

viernes, 1 de septiembre de 2023

Es hora de hablar del perro Motita

El "pet parenting" está cada vez más extendido en el mundo y también entre los peruanos. En una nota desde Brasil de la BBC, mujeres con pareja y mascota explican que la expectativa de tener hijos es, para ellas, una "imposición de la sociedad". Sin embargo, no llegan a explicar por qué optan por tener una mascota en lugar de elegir la menos impositiva de todas las opciones, como quedarse sin nadie a quien cuidar.

Es curioso que el sociólogo entrevistado en el artículo vea la paternidad de mascotas como un fenómeno esencialmente femenino (supongo que por corrección política no se utiliza la expresión "maternidad" de mascotas). También es curioso que algunas feministas radicales, a la par que niegan la existencia de un "instinto maternal", mimen a sus mascotas y se refieran a ellas como "hijos". ¿Ante qué fenómeno estamos exactamente?

Durante la pandemia, las adopciones de mascotas aumentaron exponencialmente como una forma de combatir el estrés del encierro y la soledad. Por supuesto, las personas son libres de elegir lo que más las haga felices, pero hasta hace poco, una idea fundamental para los expertos en mascotas era recomendar a los dueños que nunca "antropomorfizaran" a los animales. Es decir, que no consideraran a los perros o gatos, de ninguna manera, como seres humanos. En otras palabras, las mascotas no pueden ni deben ser consideradas “hijos” (salvo de manera metafórica). Además, es en el mejor interés del animal y su propio bienestar que no se le considere un ser humano.

Ya sea que hablemos de un "hijo" de cuatro patas o de una mascota, el buen cuidado de un animal es responsabilidad absoluta de los seres humanos a cargo. Ese buen cuidado incluye reglas básicas de urbanidad para una mejor convivencia entre todos. Por ejemplo, las enormes cantidades de caca que últimamente se pueden encontrar en las aceras de Lima son indicativas de que todavía estamos lejos de comprender lo que implica tener una mascota. Pero para tener una conversación seria sobre Motita, primero debemos ponernos de acuerdo en lo mínimo indispensable: Motita es un miembro animal de una familia humana, es decir, pertenece a otra especie.


jueves, 17 de agosto de 2023

La película "Oppenheimer", una reseña

Si prestamos atención a sus momentos culminantes, la última película de Christopher Nolan contiene en realidad dos películas. Estas dos películas suman, comprensiblemente, tres horas. Una de estas películas es mejor que la otra.

"Oppenheimer" relata la historia de cómo el físico teórico Robert Oppenheimer se convierte en el director del Proyecto Manhattan, el célebre programa militar secreto estadounidense que desarrolló la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial.

Como se sabe, a principios de los años cuarenta y en pleno conflicto bélico, Estados Unidos temía que los científicos del Tercer Reich crearan una bomba de enorme potencia basada en los últimos descubrimientos de la física, y que con ella no solo ganaran la carrera nuclear, sino también la guerra para Alemania. El Proyecto Manhattan se organizó a contrarreloj y logró su objetivo de fabricar la bomba antes que los nazis. Esta hazaña intelectual, científica y militar, irónicamente, nunca fue empleada contra los alemanes.

Esta es la primera película que narra "Oppenheimer", y es brillante. Es conocido que la sensibilidad de Nolan es épica, y quizá sea ocioso enumerar las virtudes técnicas de esta película. Basta con decir que el espectáculo está asegurado. Pero más allá de lo virtuosamente técnico y material, "Oppenheimer" logra sobre todo mantener el interés gracias a la gran actuación del misterioso Cillian Murphy en el papel del científico. Oppenheimer no es un personaje fácil de entender. Es complejo y contradictorio, frío sentimentalmente y apasionado científicamente a la vez. Le lleva largos minutos enlazar su genialidad abstracta en la burbuja universitaria del inicio con el aterrizaje forzoso de la ciencia aplicada en la urgencia de una guerra. Esta transformación que Murphy logra con su personaje es lo mejor de la película. El "nerd" de las fórmulas se convierte verosímilmente en un soldado comprometido en el frente intelectual de la batalla. 

Es evidente que Nolan simpatiza con Oppenheimer. Narra su ascenso como una aventura que nos obliga a identificarnos con la misma emoción que sienten las luminarias científicas convocadas en el Proyecto Manhattan al concebir y crear un arma de destrucción masiva que confirme sus teorías. Evita, eso sí, dar confusas lecciones de física. Lo que hace es guiarnos a través de la complejidad logística de armar un equipo de trabajo, levantar un laboratorio en medio del desierto del tamaño de un pueblo del lejano oeste y hacerlo funcionar. En la película hay admiración por esta ambición a prueba de derrotismos (no descarto una admiración por la ética de trabajo americana). Cuando la bomba finalmente explosiona en la primera prueba exitosa en medio del desierto de Nuevo México (una escena memorable), uno no puede sino maravillarse de cómo lo que se escribió con fórmulas en un pizarrón se vuelve realidad. El momento apoteósico, una nube de llamaradas en forma de hongo tejiéndose en medio de la oscuridad, se corona con aplausos y felicitaciones mutuas entre científicos y militares. Evidentemente, Nolan nos está manipulando, ya que el éxito del Proyecto Manhattan tiene un reverso sombrío: las miles de muertes futuras en Hiroshima y Nagasaki. Hasta aquí la primera película.

La segunda película que relata Nolan es lo que ocurrió con Oppenheimer después de Hiroshima y Nagasaki. El científico que jugó a ser Prometeo, plenamente convencido de sus ideas y poder, cede paso al ser humano vulnerable y contrariado por las consecuencias mortales de la guerra. Siguiendo la historia de la película, estas dudas públicas le causan a Oppenheimer problemas con el gobierno. Se sospecha que podría ser nada menos que un espía comunista. Sin embargo, la trama aquí se vuelve abstrusa. En esta segunda parte, "Oppenheimer" deja de ser contada con imágenes y prefiere hacerlo con palabras y discursos en audiencias congresales y comisiones investigadoras de interrogatorios agresivos. No tiene mucho sentido desenredar la madeja. Además, aunque he dividido la película en dos, las dos partes de Nolan no se muestran consecutivamente; están entrelazadas y de manera a veces caprichosa (hay escenas en blanco y negro que no se refieren al pasado, como suele ser la convención en el cine, sino al futuro). Nolan exige demasiado a su espectador, quizás creyendo que, como él, ha revisado la película cientos de veces en la sala de edición. Los diálogos suelen presentarse a toda velocidad y los dilemas morales que la película va sembrando, tan complejos como una ecuación de física cuántica, deben resolverse, con los múltiples cortes y saltos en el tiempo, tan rápido como sumar dos más dos.

Pero las intenciones quedan, grosso modo, claras. Nolan desea que contrastemos al Oppenheimer que imagina una bomba teórica con el Oppenheimer después de las incineraciones reales en Japón. El científico atrevido de la primera parte se convierte en un opinólogo arrepentido en la segunda. Las opiniones públicas de Oppenheimer chocan, por supuesto, con el establishment bélico, que busca destruir su reputación. Si bien la lealtad del físico a los EEUU queda fuera de toda duda, no ocurre lo mismo con su confianza en la ciencia y la búsqueda ciega de conocimiento prohibido. La película añade así más pisos a su torta y pierde consistencia y convicción. Nolan es mucho más eficaz cuando muestra al Oppenheimer lleno de espíritu emprendedor, una mezcla de Edison con Ford, que al confundido y débil filósofo de la edad otoñal en un proceso interno difícil de representar en imágenes. Por eso, y antes que ceder al facilismo retórico, Nolan se ve en la necesidad épica de concluir su película con un big bang, un subrayado quizás demasiado moralista (o "woke"): la imagen de la Tierra envuelta en llamas como resultado de las armas nucleares.

Dicho lo anterior, "Oppenheimer" es una de las mejores películas que he visto de Nolan y logra ser entretenida hasta donde pueden ser entretenidos los interrogatorios del Congreso estadounidense. Al final, la gran pregunta que queda en el trasfondo es: ¿habríamos nosotros también creado y lanzado una bomba atómica para terminar una guerra? La película quisiera que respondiéramos que no.


8/10



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